Miguel Casado / Notas para un trabajo de cartografía







La comparación entre la poesía latinoamericana y la poesía española se encuentra con cierta frecuencia en medios americanos: encuestas, panoramas críticos, coloquios, conversaciones… Y, aunque los matices siempre varían y no cabe unanimidad, hay una valoración que se repite: la poesía latinoamericana se distingue por su conciencia crítica y por su capacidad de riesgo; la poesía española, en cambio, se percibe lastrada por su herencia retórica, por su fuerte vínculo con una tradición secular. Con palabras del poeta cubano José Kozer: “Hay una notable distancia, en este momento, entre el trabajo poético de peninsulares y el de los latinoamericanos: ese abismo implica, a mi modo de ver, la diferencia entre quien arriesga y quien se ciñe, acomodado, a lo recocido”[1], quedando claro por el contexto que estos segundos son los españoles y portugueses, mientras que los primeros eran los latinoamericanos. Lo he comprobado también en debates públicos mantenidos en los países americanos, donde este asunto acaba siempre por aparecer. Esto, que en España no suele oírse, resulta allá un lugar común.

Para quienes disentimos del discurso más oficializado de la poesía española, no deja de ser un enfoque atractivo, pues parecería que refuerza tal necesidad de disentir y le añade argumentos; se trata, sin embargo, después del espejismo inicial, de un análisis que sólo renunciando a la propia concepción crítica de la poesía podría aceptarse. No por nada que se refiera a la poesía latinoamericana o a la española, sino por un modo de concebir la poesía. Si se leen frases como éstas de Adolfo Castañón: “Los escritores americanos no nos sentimos dueños del idioma, ni estamos imbuidos del empaque jactancioso, pero definitivamente municipal que hace de no pocos escritores peninsulares –pues hay siempre excepciones– indigesta materia verbal. La falta de tradiciones nos ha llevado a ser necesariamente más inventivos”[2], en seguida nos preguntamos: ¿no hay en América poesía retórica y municipal?, ¿tiene más tradición detrás de sí un poeta español actual que un poeta latinoamericano?, ¿no tenemos el mismo fondo de tradición en las dos orillas?, ¿no se nos ofrece hoy la misma disponibilidad: un campo de tradiciones diversas en el que cada poeta traza su propio itinerario? Cuando se evoca el momento en que un poeta se enfrenta a la escritura, ¿tienen alguna relevancia juicios genéricos como los que así hablan de la tradición o de un sentirse los españoles “dueños de la lengua”?

Más bien, sin descender aún del nivel de las generalidades ni abandonar criterios históricos de similar orden, resultarían más productivas opiniones como la de José Carlos Mariátegui, el intelectual marxista peruano del primer tercio del siglo XX, acerca de su contemporáneo Valle-Inclán: “El gesto bizarro, el lenguaje osado, la imaginación aventurera, la sensibilidad genial de Valle-Inclán es, para todos los que estamos siempre dispuestos a mandar al diablo las invitaciones de un hispanismo diplomático y metropolitano, uno de los testimonios más fehacientes de la vitalidad de la España que amamos, y de la cual no estamos nunca tan cerca como cuando nos vence la gana de renegar a España, ahítos de sus borbones, infantes, duques, académicos, curas, doctores, alguaciles, bachilleres y cupletistas”[3]. Sus palabras descubren el fondo político de la discusión –que estaba sólo latente en las citas anteriores– y, sobre todo, recuerdan que no hay culturas ni tradiciones ni países monolíticos, sino que todos están escindidos interiormente por el conflicto que los constituye. Obviarlo sería equivalente, en otro ámbito, al modo convencional de considerar la historia como un tiempo cerrado, que ha de evaluarse suturando toda herida, etiquetable de una vez, ajeno a cualquier conflicto; hablar, por ejemplo, del Siglo de Oro español, idealizándolo sólo como época clásica, en el olvido de las persecuciones y de las cárceles sufridas por nuestros escritores, de los procesos por herejía incoados a los que luego se declaró santos.

Hay que negar, pues, que este nivel de análisis, el de la generalización, tenga utilidad alguna para tratar de poesía y permita una reflexión crítica sobre ella. Además, las valoraciones que desde ahí se realizan están, en buena medida, abonadas por el desconocimiento, que es un factor estructural, constante, y del que nadie queda a salvo: ya al mismo Valle-Inclán le parecía clave que se organizara y potenciara una distribución eficaz de libros para todo el mundo hispánico. En El manantial latente, una reciente antología de poetas mexicanos nacidos entre 1965 y 1978, cuando los autores se referían a su previo trabajo de campo, confesaban: “Pronto caímos en la cuenta que por lo general estos poetas, más allá del círculo de amistades, no tenían noticia de los otros”[4], y estaban hablando de un solo país, aunque sea el más poblado entre los de habla española. Así, puede ocurrir que un escritor excepcional como Julio Torri –por mencionar un nombre– sólo en México sea considerado un clásico; no es apenas conocido en España, pero tampoco lo es en Argentina o Perú. Son las “excepciones” que una de las citas anteriores admitía, pero ¿la poesía no es eso: las excepciones? Seguramente, se podría distinguir con eficacia el habla coloquial de ambos lados del Atlántico, o comparar el habla académica o política, pero ¿no se establece la poesía en la singularidad, en el exterior de las escuelas?

No modifica mi resistencia a asumir un nivel general de análisis el que algunos fenómenos resulten evidentes: por ejemplo, que la asimilación de las vanguardias históricas y de las segundas vanguardias en el cauce conjunto de la tradición está mucho más extendida, resulta más natural, en Latinoamérica. O que la atención al desarrollo de la modernidad poética y una ingente labor de traducción se mantuvieran muy vivas en Latinoamérica, mientras en España el largo franquismo cortó los vínculos exteriores e impulsó un sistemático programa anti-cultural (aunque, desde hace 25 años y quizá por motivos económicos, la publicación de traducciones haya invertido la proporción). O, aún otro ejemplo, que la formación actual de los poetas jóvenes latinoamericanos esté, en bastantes lugares, articulada en torno a talleres muy dinámicos que permiten un alto grado de intercambio y debate estético, mientras en España ese proceso de formación continua condicionado por la indiferencia universitaria y por un discurso oficial reduccionista: cualquier debate estético significa acá peligro y se traduce como pelea de intereses entre poetas. Sin embargo, el interés por fenómenos como éstos corresponde más bien a los estudios culturales, a la historia de las ideas o a la sociología; no interviene en la lectura misma de la poesía, en la crítica entendida como pensamiento a partir de los textos; y, sobre todo, no interviene tampoco en la conformación del mundo de los poetas, que crecen en la singularidad, cristalizan en una discontinuidad con los mundos vecinos.

Éste es el modo en que prefiero hablar de la poesía: un lenguaje necesario, un tipo de tensión que sólo en ella se alcanza, un poder crítico que no acepta marco (ni social ni moral ni estético ni económico). Y no veo para qué ha de servir entonces una búsqueda de denominadores comunes –sean semejanzas o diferencias– acá o allá o en ambos sitios. Se trataría, en cambio, de tomar el espacio de la lengua como espacio deseable de referencia para la poesía, de abrir las mentes a todos los intercambios posibles a través de ese espacio, y dejarle al poeta el lugar solitario que le es vital. Las expresiones poesía española o poesía latinoamericana –como hace años señaló Pedro Provencio[5]– carecen de significado. Celan decía incluso que el verdadero solitario ha de ser el poema: cada texto, sin reglas previas, sin parecidos, es poema en cuanto es singular: “Por una vez las leyes sólo válidas / sólo una vez del verso”, escribe Carlos Piera.

Las sociedades hispánicas – también todas las demás– tienen, eso sí, como rasgo común su incapacidad para escuchar las voces realmente excéntricas, las que hablan fuera de la norma, las que construyen una lengua-mundo que no se había dado antes; cada vez estoy más convencido de que sólo entre ellas puede encontrarse la poesía, no en las listas canónicas, no en los primeros nombres que se nos vienen a la boca, los más repetidos: el rapidísimo desvanecimiento en sólo veinte años de la llamada generación del 50 española, con muy pocos islotes no sumergidos aún por la marea, vendría a suponer contundente ejemplo. Un “lenguaje de isla” encontraba Vicente Núñez en los pocos poetas que le habían dado raíz. Y algo así, descripción de algunas islas, trabajo de cartografía, es lo que trataré de hacer en las páginas que siguen.

No en vano toda obra de arte termina por representar un género en sí misma. Y en la poesía hay una larga historia de escritura que crece distanciándose y fustigando la propia poesía, una tradición antipoética que se ha manifestado de formas muy variadas, y que quizá tiene uno de sus puntos más altos en la obra del mexicano Gerardo Deniz (1934), “entre el rumor tsetsé de almas edificadas por la belleza”. Encuentro en él –como en los otros poetas que voy a considerar, cada uno a su modo– una confirmación de que la poesía contemporánea ha incorporado como sustancia propia –no como tema, no como idea o análisis que se vehicula en determinado lenguaje– el pensamiento crítico. Así, Deniz titula Erdera el notable volumen de su obra aparecido hace poco; es la palabra vasca para designar las lenguas ajenas, las que no son euskéricas: el castellano, sobre todo, definido así por la negación, por lo que no es. Escritura la de Deniz, reunida en torno a su no ser.

Vertiginosa sucesión de lenguajes: hipercultistas literarios y eruditos, científicos superespecializados, coloquiales sin rehuir lo soez, formulados en múltiples idiomas, metafóricos, dialogados, discursivos, humorísticos, eróticos, arcaicos, tecnológicos de última generación… Está Góngora ahí, en esa babel que no comprendería, y está también Quevedo, el perfil grotesco de ese magma verbal; está la exaltación de Saint-John Perse y el más prolijo decir de los manuales de Química, los jirones de los Contemporáneos y un asombroso saber filológico.

La riqueza, inabarcable para cualquiera que no sea el autor, del léxico, lleva a que  los términos se hagan autónomos, signifiquen por y para ellos mismos tanto como significan para el sentido global del texto; a que los vocablos científicos más precisos resulten salpicados de connotaciones sorprendentes, de fértiles lecturas suplementarias. El lector encuentra obstruida la linealidad del habla, se le convierte en un collage grumoso, dominado por la ironía; y a la ironía inducida por el autor se suma la generada por los grumos léxicos mismos, de modo que todos los registros quedan condicionados, deformados: si apareciera de pronto una expresión de lirismo cristalino –como de hecho ocurre– sería difícil apreciarla así, impedir que desembocara en ese discurso desdoblado, sin suelo fijo, de la ironía. Tópicos, páginas heroicas, núcleos sacralizados quedan suspendidos: invocados, reescritos, parodiados, destruidos… todo ello a la vez. El collage, firmemente mantenido bajo el control del autor, sumerge y recupera su hilo, jugoso en cada palabra, desmentido en cada frase.

Dominantes, el cultismo y el léxico más degradado convocan la inagotable variedad del mundo como algo que infinitos sentidos atraviesan, pero que carece de sentido válido para el conjunto. Es la sensación de aquella enciclopedia china evocada por Borges. El saber enciclopédico de Deniz se ha convertido en una estrategia imbatible: caballo de Troya del mundo de la cultura y del sentido. Una implosión en el alma, con sus propias armas químicas.

“Olor a masa ácida”, no hay refugio. Perturbar, incomodar es el designio de esta escritura, no permitir ninguna complacencia; trabajar contra las expectativas del lector, no facilitarle que se deslice en otras nuevas. Hallar en el seno de la lengua un texto que sea exterior a sus lógicas; en el seno del mundo, un mundo que no se le parezca, que no se decante en figura.

Teoría sentimental se titula uno de los libros de la poeta argentina Mirta Rosenberg (1951) y la contradicción que anida, aparentemente, en esa fórmula apunta a la dinámica de su escritura. Las metáforas tradicionales del sentimiento occidental se ven sometidas a parodia y, a la vez, interrogadas en su raíz: “Babeando en la parrilla, es decir sobre ascuas y esperando / que este fuego no queme ni cocine: no puede ser”, y también: “La duración del carbón está / en arder cuando lo encienden, / no en su eternidad”. Se trata de desmontar en un solo impulso los tópicos del sentido común, los tópicos de la poesía y los tópicos de lo amoroso, permitiendo además que la metáfora –el fuego y sus acciones– siga funcionando de otro modo. Denuncia y precaución, conciencia de que toda palabra tiende a generar nuevas idealizaciones, los quiebros, los gestos reiterativos, los aparentes juegos verbales conceptuosos, no son sino operaciones tácticas, vías de deriva que se le taponan al sentido y al poder absorbente de los códigos. En Mirta Rosenberg cada decisión, cada acción surge con una conciencia de imposibilidad más allá del tiempo limitado de su arder, del trazado del poema.

Es la suya una poesía meditativa, dirigida a abrir espacios de reflexión y de conocimiento, pero que no recorre los lugares que ha frecuentado el género meditativo; su voz es reflexiva en la medida en que se dirige a las palabras, las solicita, habla con ellas. No hay descanso en el poema para una inteligencia extremadamente activa, que parece tener su mejor sede en el oído, en los leves matices del sonido y la gramática. Ritmos rotos, encabalgamientos abruptos, prosaísmo, minucioso, aunque muy libre trabajo estructural, luminoso tejido de rimas internas, de aliteraciones y recurrencias: un cuerpo de voz peculiar, seco y también capaz de quedarse resonando mucho tiempo, de cabeza lúcida y textura no frontal, sugerente. El vínculo con el lector se establece así: una relación silenciosa, concentrada, con los sentidos y la inteligencia en juego.

La pasión, el sentimiento –el sentimiento amoroso– es el motivo dominante en los poemas, el motivo a la manera del pintor, el objeto ante el que se está, al que se vuelve. Pero esta insistente reflexión sólo produce vías para estar fuera, para negar el objeto de uno u otro modo: o remite a un exterior vital al que no puede alcanzar el texto –“el arte sería tocarte”– o encuentra que los sentimientos son inseparables del discurso, no existen si no es en él. De ese modo, se reclaman de la vida y son de la lengua.

Por esto, no sólo huelgan los tópicos, vacantes por el no reconocimiento de esta lógica elemental, sino que el poema forzosamente se desdobla: palabra que se mira a sí misma, se encierra en sí misma: “todo poema es de amor, / toda guerra es interior, toda palabra / está presa”. Es un monólogo y es un diálogo: la voz se habla, haciéndose preguntas, dándose respuestas, el hilo verbal no se detiene, las palabras se enlazan solas; y, a la vez –reflexión–, el sujeto se mira hablar, se oye, se piensa hablar. En esto consiste la distancia fundadora del poema: una pasión que se mira desde una razón que se mira. El racionalismo es ajeno a esta serie sin límite de desdoblamientos, a esta interiorización de las palabras. Parece que hubiera unos ojos que siempre observan, que añaden la perspectiva suplementaria que hace falta; que hubiera un desajuste en la cadena de actos, miradas y habla –“como una película que se está proyectando con una cámara demasiado / rápida para el dolor, más lento”–, en cuyos intersticios se introduciría la cuña de ese conocimiento que se consume, que sólo dura mientras arde.

Junto a la distancia, el desajuste hace presentes otros rasgos que se suman en el pensamiento crítico: la precariedad –“la realidad / es siempre poca”–, el movimiento decepcionado pero incesante: “lo único / posible de las cosas es nombrarlas / en un rodeo sin fin mientras se mueven / de lugar”. La poética y la ética, la identidad personal y la organización del mundo van en ese mismo viaje.

En la escritura del español Carlos Piera (1942) el movimiento es también motivo, núcleo del análisis de la realidad: “cómo entender / esta naturaleza de mi especie, el saber hacer casas y entonces / no tener casa nunca”. Nomadismo, desarraigo, exilio, emigración, errancia… no son acontecimientos episódicos ni dependen de personajes específicos, sino que acaban siendo constituyentes de la vida humana –de la vida humana viva.

Piera tiene la capacidad de reunir en un solo gesto la reflexión de índole generalizadora –sobre la especie, lo humano, ésta o la otra sociedad– con la reflexión existencial, la que encarna en el ser individual de cada persona; aporta, así, una peculiar forma de subjetividad, a la vez intransferible y extrañamente compartida, que no necesita de un yo que funcione como núcleo, pero tampoco acepta confundirse con cualquier voz, disolverse en mirada común. En este sentido, es clave el lugar que ocupa la historia en su pensamiento, nada frecuente entre los poetas, nada semejante a una preocupación cultural: un tejido con esas dimensiones dobles de la especie y el individuo, de las colectividades y la intimidad; así, por ejemplo, el derrocamiento de la II República española, la asfixiante dictadura franquista, la ambigua transición se hacen indistintas de las vicisitudes del movimiento existencial y de la errancia, de un desplazarse del sujeto siempre fuera de sí: formas temporales de un modo de ser.

Del mismo modo que las dimensiones de la mirada, las hablas también se funden en el poema: la complejidad de una sintaxis con vibración de razonamiento y la flexibilidad de la palabra que impone su sencillez. Son palabras imprescindibles, un lenguaje-sentido transparente cuyas caras parecen un solo cristal; ahí caben todas las formas de enunciación, la presencia o la ausencia de un yo, de hechos y personajes, caben la precisión y la ambigüedad, la vaguedad vuelta exacta sensación (lecciones del viejo Verlaine, las de la vaguedad precisa).

En este curso, por tanto, las apariciones del yo nunca suponen un cambio de tono, son sólo cortes cualesquiera del movimiento, que se hacen perceptibles, pero rehúsan tener relieve. La perífrasis y la metonimia sirven como fórmulas eficaces de la reticencia, de la reserva, fórmulas suaves, no marcadas, de la distancia. Reticencia y reserva no son fenómenos psicológicos, sino éticos, una propuesta de pensamiento: no una falta de emoción o calor, sino un eficaz criterio óptico, una mayor potencia de lente, modo de conocer. El sentimiento está considerado desde fuera, perfilado en una voz objetiva; pero no por ello deja de estar presente: a la inversa, liberado de lo personal, sus opciones se hacen más cortantes, hieren más. Contemplado el sentimiento como un suceso exterior, la reticencia y la ironía introducen una incertidumbre que tiende a la desolación. Esta clase de lucidez desesperada vendría a constituir hoy la médula de lo poético: “Es poeta quien no perdona”.

Nada se cierra, sin embargo: todo va a seguir moviéndose se tome como se tome. Lo implacable de la lucidez puede coexistir, sin inhibirse ni conceder tregua, con otras formas de apurar la vida, con otra cara del mismo dado que no cesa de rodar; así, al ermitaño –personaje de una “galería de gente que está sola”–, después de años arrasados por una aridez para la que no se puede adquirir costumbre, se le llenan los ojos de mundo, de mundo vario, vivo, ancho y ajeno: “De repente / sabes mirar la bruma del sol de la mañana / y el campo de verdad, explicaciones / de una espera vuelta hacia atrás. // De cada hoja, de repente hermosa, / cuelga hace tiempo desesperación”.

De la percepción de este tipo de discontinuidad, inserta en cada célula de vida, está hecha la escritura de la poeta española Lola Velasco (1961), escucha atenta del flujo del existir: “en silencio, / frases reservadas, / sólo granos de almidón”: el almidón es fécula que guarda las semillas de los cereales y las nutre: frases-granos, alimento (medio vital) de lo que nacerá, es la poesía. Son frases silenciosas, “reservadas”, no pertenecen a la voz, sino que se mantienen sin traspasar los límites interiores de la intimidad, como si fueran el contacto directo o –en otro extremo– la telepatía los medios de comunicación con el lector.

No hay género poético reconocible en los poemas de Lola Velasco, no hay temas, no ofrecen espacio para nada exterior. Son ellos su propio espacio, un espacio en el que se pueden percibir las contradicciones sin que quede vedado acoger de manera simultánea sus polos opuestos. Así, se lee sin solución de continuidad: “El tiempo, / con sus dedos para contar errores / en nombre de un dios que todo lo quita / hasta quitarse a sí mismo”, dando cuenta de una dinámica que lleva la privación al absoluto, que continúa: “Ahora, el paraíso perdido al fondo de una página, / el color con ojos recientes / para girar alrededor del mundo”, con imágenes radiantemente naïves: el acontecimiento es maravilloso, pero nada cambia en el ser de la vida.

Hay muchas capas superpuestas en ese ser, que no afloran, que hay que explorar, ante las cuales la atención ha de mantenerse a la espera: “La oreja en el hielo, / por si oyéramos pasar el agua dulce”. La vida dulce –rumor, sabor, atmósfera, gesto implícitos en la imagen– quizá fluya metros por debajo, corporal. Por esto he hablado de discontinuidades, también –sobre todo– en la escritura: eficacia de cada frase por separado, áspero coexistir en el poema de todas ellas, enigmáticas junturas, pequeño vacío entre un punto y otro, entre una existencia y otra. La distancia ya no es, así, una cuestión de perspectiva, un punto de vista de la escritura con sus componentes técnicos, sino que supone escisión interior, forma de experimentarse, raíz de la intimidad, irreparable desencuentro de sí: “Guardamos el instante perfecto, / pero jamás sabremos si fuimos felices. / La felicidad / es un viejo avaro / que nunca encuentra / lo que escondió”.

Lola Velasco titula su último libro El movimiento de las flores, un tropismo, quizá como un modelo en que movimiento y discontinuidad podrían disociarse. El movimiento de los animales es siempre un conflicto confundido con el del tiempo: “Hacia delante / ya se vislumbra / el esqueleto fosilizado / del futuro. / Cuando avanzo, / retrocedo”; en cambio, las flores se mueven en otra dimensión temporal: crecen, giran sus hojas al sol. La poeta propone para la escritura que la lengua mueva las palabras como el viento mueve las hojas, con un temblor físico de la materia verbal, en que –por muy agudas que sean las emociones– no cabría decir yo: “el miedo / que grita en tercera persona”.

De algún modo, los acercamientos de estos poetas –no sé si los de toda la mejor poesía contemporánea– quizá sean simplemente tentativas de responder a la pregunta que dejó haciendo eco Rimbaud, y cuyas dimensiones ni siquiera hemos acabado de valorar, acerca de en qué pueda consistir la poesía objetiva.

Como no sabemos gran cosa de la respuesta, me atrevería a decir, al menos, que la pregunta se relaciona con el movimiento, con el cruce entre la forma y el movimiento, con la convicción de que la forma ha dejado de ser lo cerrado y se ha convertido en la misma búsqueda. Pero la pregunta rimbaudiana tiene que ver también –la contradicción es su médula– con lo que pesa, con la consistencia de la materia. Lo que se espesa y opone resistencia. Hay un breve poema del mexicano Luis Felipe Fabre que encuentra una imagen exacta para este otro modo de decirse la poesía (o el vivir)[6]:

De la introversión
Piedras ensimismadas como piedras:

eso dicen los que dicen
haberlas visto. Y los que vieron

a Jesús caminar sobre el agua dicen que Jesús

caminó sobre el agua. Pero
qué certeras son las piedras al hundirse.


En un libro memorable, Peter Handke llamó el peso del mundo a esta otra forma de la pregunta.










[1] José Kozer, en: “La poesía en nuestros días 3. Resultados de una encuesta”. El poeta y su trabajo, nº 13, México, otoño 2003, p. 77.

[2] Adolfo Castañón, respuestas a la encuesta citada: El poeta y su trabajo, 14, México, invierno 2003, p. 89.

[3] Citado en: Antonio Espejo, “Ramón María del Valle-Inclán, héroe de crónica en el Perú”, www.elpasajero.com, 2001. Cf. Miguel Casado, Ramón del Valle-Inclán. Barcelona, Omega, 2005, pp. 333-344.

[4] Ernestro Lumbreras y Hernán Bravo Varela, El manantial latente. Muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986-2002. México, Conaculta, 2002, p. 14.

[5] Cf. Pedro Provencio, “La torre de marfil”. La alegría de los naufragios, 1 y 2, Madrid, 1999.

[6] Recogido como inédito en El manantial latente, ed. cit., p. 346.





Imagen de Lyndon Wade

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