La
comparación entre la poesía latinoamericana y la poesía española se encuentra
con cierta frecuencia en medios americanos: encuestas, panoramas críticos,
coloquios, conversaciones… Y, aunque los matices siempre varían y no cabe
unanimidad, hay una valoración que se repite: la poesía latinoamericana se
distingue por su conciencia crítica y por su capacidad de riesgo; la poesía
española, en cambio, se percibe lastrada por su herencia retórica, por su
fuerte vínculo con una tradición secular. Con palabras del poeta cubano José
Kozer: “Hay una notable distancia, en este momento, entre el trabajo poético de
peninsulares y el de los latinoamericanos: ese abismo implica, a mi modo de ver,
la diferencia entre quien arriesga y quien se ciñe, acomodado, a lo recocido”[1],
quedando claro por el contexto que estos segundos son los españoles y
portugueses, mientras que los primeros eran los latinoamericanos. Lo he
comprobado también en debates públicos mantenidos en los países americanos,
donde este asunto acaba siempre por aparecer. Esto, que en España no suele
oírse, resulta allá un lugar común.
Para
quienes disentimos del discurso más oficializado de la poesía española, no deja
de ser un enfoque atractivo, pues parecería que refuerza tal necesidad de
disentir y le añade argumentos; se trata, sin embargo, después del espejismo
inicial, de un análisis que sólo renunciando a la propia concepción crítica de
la poesía podría aceptarse. No por nada que se refiera a la poesía
latinoamericana o a la española, sino por un modo de concebir la poesía. Si se
leen frases como éstas de Adolfo Castañón: “Los escritores americanos no nos
sentimos dueños del idioma, ni estamos imbuidos del empaque jactancioso, pero
definitivamente municipal que hace de no pocos escritores peninsulares –pues
hay siempre excepciones– indigesta materia verbal. La falta de tradiciones nos
ha llevado a ser necesariamente más inventivos”[2],
en seguida nos preguntamos: ¿no hay en América poesía retórica y municipal?, ¿tiene
más tradición detrás de sí un poeta español actual que un poeta
latinoamericano?, ¿no tenemos el mismo fondo de tradición en las dos orillas?,
¿no se nos ofrece hoy la misma disponibilidad: un campo de tradiciones diversas
en el que cada poeta traza su propio itinerario? Cuando se evoca el momento en
que un poeta se enfrenta a la escritura, ¿tienen alguna relevancia juicios genéricos
como los que así hablan de la tradición o de un sentirse los españoles “dueños
de la lengua”?
Más
bien, sin descender aún del nivel de las generalidades ni abandonar criterios
históricos de similar orden, resultarían más productivas opiniones como la de
José Carlos Mariátegui, el intelectual marxista peruano del primer tercio del
siglo XX, acerca de su contemporáneo Valle-Inclán: “El gesto bizarro, el
lenguaje osado, la imaginación aventurera, la sensibilidad genial de
Valle-Inclán es, para todos los que estamos siempre dispuestos a mandar al
diablo las invitaciones de un hispanismo diplomático y metropolitano, uno de
los testimonios más fehacientes de la vitalidad de la España que amamos, y de
la cual no estamos nunca tan cerca como cuando nos vence la gana de renegar a
España, ahítos de sus borbones, infantes, duques, académicos, curas, doctores,
alguaciles, bachilleres y cupletistas”[3].
Sus palabras descubren el fondo político de la discusión –que estaba sólo latente
en las citas anteriores– y, sobre todo, recuerdan que no hay culturas ni
tradiciones ni países monolíticos, sino que todos están escindidos
interiormente por el conflicto que los constituye. Obviarlo sería equivalente,
en otro ámbito, al modo convencional de considerar la historia como un tiempo
cerrado, que ha de evaluarse suturando toda herida, etiquetable de una vez,
ajeno a cualquier conflicto; hablar, por ejemplo, del Siglo de Oro español, idealizándolo
sólo como época clásica, en el olvido de las persecuciones y de las cárceles
sufridas por nuestros escritores, de los procesos por herejía incoados a los
que luego se declaró santos.
Hay
que negar, pues, que este nivel de análisis, el de la generalización, tenga
utilidad alguna para tratar de poesía y permita una reflexión crítica sobre
ella. Además, las valoraciones que desde ahí se realizan están, en buena
medida, abonadas por el desconocimiento, que es un factor estructural,
constante, y del que nadie queda a salvo: ya al mismo Valle-Inclán le parecía
clave que se organizara y potenciara una distribución eficaz de libros para
todo el mundo hispánico. En El manantial
latente, una reciente antología de poetas mexicanos nacidos entre 1965 y
1978, cuando los autores se referían a su previo trabajo de campo, confesaban:
“Pronto caímos en la cuenta que por lo general estos poetas, más allá del
círculo de amistades, no tenían noticia de los otros”[4],
y estaban hablando de un solo país, aunque sea el más poblado entre los de
habla española. Así, puede ocurrir que un escritor excepcional como Julio Torri
–por mencionar un nombre– sólo en México sea considerado un clásico; no es apenas
conocido en España, pero tampoco lo es en Argentina o Perú. Son las “excepciones”
que una de las citas anteriores admitía, pero ¿la poesía no es eso: las
excepciones? Seguramente, se podría distinguir con eficacia el habla coloquial
de ambos lados del Atlántico, o comparar el habla académica o política, pero
¿no se establece la poesía en la singularidad, en el exterior de las escuelas?
No
modifica mi resistencia a asumir un nivel general de análisis el que algunos
fenómenos resulten evidentes: por ejemplo, que la asimilación de las
vanguardias históricas y de las segundas vanguardias en el cauce conjunto de la
tradición está mucho más extendida, resulta más natural, en Latinoamérica. O que la atención al desarrollo de la
modernidad poética y una ingente labor de traducción se mantuvieran muy vivas
en Latinoamérica, mientras en España el largo franquismo cortó los vínculos
exteriores e impulsó un sistemático programa anti-cultural (aunque, desde hace
25 años y quizá por motivos económicos, la publicación de traducciones haya
invertido la proporción). O, aún otro ejemplo, que la formación actual de los
poetas jóvenes latinoamericanos esté, en bastantes lugares, articulada en torno
a talleres muy dinámicos que permiten un alto grado de intercambio y debate
estético, mientras en España ese proceso de formación continua condicionado por
la indiferencia universitaria y por un discurso oficial reduccionista: cualquier debate estético significa acá
peligro y se traduce como pelea de intereses entre poetas. Sin embargo, el
interés por fenómenos como éstos corresponde más bien a los estudios
culturales, a la historia de las ideas o a la sociología; no interviene en la
lectura misma de la poesía, en la crítica entendida como pensamiento a partir
de los textos; y, sobre todo, no interviene tampoco en la conformación del
mundo de los poetas, que crecen en la singularidad, cristalizan en una
discontinuidad con los mundos vecinos.
Éste es el
modo en que prefiero hablar de la poesía: un lenguaje necesario, un tipo de
tensión que sólo en ella se alcanza, un poder crítico que no acepta marco (ni
social ni moral ni estético ni económico). Y no veo para qué ha de servir
entonces una búsqueda de denominadores comunes –sean semejanzas o diferencias– acá
o allá o en ambos sitios. Se trataría, en cambio, de tomar el espacio de la
lengua como espacio deseable de referencia para la poesía, de abrir las mentes
a todos los intercambios posibles a través de ese espacio, y dejarle al poeta
el lugar solitario que le es vital. Las expresiones poesía española o poesía
latinoamericana –como hace años señaló Pedro Provencio[5]–
carecen de significado. Celan decía incluso que el verdadero solitario ha de
ser el poema: cada texto, sin reglas previas, sin parecidos, es poema en cuanto
es singular: “Por una vez las leyes sólo válidas / sólo una vez del verso”,
escribe Carlos Piera.
Las
sociedades hispánicas – también todas las demás– tienen, eso sí, como rasgo
común su incapacidad para escuchar las voces realmente excéntricas, las que
hablan fuera de la norma, las que construyen una lengua-mundo que no se había
dado antes; cada vez estoy más convencido de que sólo entre ellas puede
encontrarse la poesía, no en las listas canónicas, no en los primeros nombres
que se nos vienen a la boca, los más repetidos: el rapidísimo desvanecimiento
en sólo veinte años de la llamada generación
del 50 española, con muy pocos islotes no sumergidos aún por la marea,
vendría a suponer contundente ejemplo. Un “lenguaje de isla” encontraba Vicente
Núñez en los pocos poetas que le habían dado raíz. Y algo así, descripción de
algunas islas, trabajo de cartografía, es lo que trataré de hacer en las
páginas que siguen.
No en vano
toda obra de arte termina por representar un género en sí misma. Y en la poesía
hay una larga historia de escritura que crece distanciándose y fustigando la
propia poesía, una tradición antipoética
que se ha manifestado de formas muy variadas, y que quizá tiene uno de sus
puntos más altos en la obra del mexicano Gerardo Deniz (1934), “entre el rumor
tsetsé de almas edificadas por la belleza”. Encuentro en él –como en los otros
poetas que voy a considerar, cada uno a su modo– una confirmación de que la
poesía contemporánea ha incorporado como sustancia propia –no como tema, no
como idea o análisis que se vehicula en determinado lenguaje– el pensamiento
crítico. Así, Deniz titula Erdera el notable
volumen de su obra aparecido hace poco; es la palabra vasca para designar las
lenguas ajenas, las que no son euskéricas: el castellano, sobre todo, definido así
por la negación, por lo que no es. Escritura la de Deniz, reunida en torno a su
no ser.
Vertiginosa
sucesión de lenguajes: hipercultistas literarios y eruditos, científicos
superespecializados, coloquiales sin rehuir lo soez, formulados en múltiples
idiomas, metafóricos, dialogados, discursivos, humorísticos, eróticos,
arcaicos, tecnológicos de última generación… Está Góngora ahí, en esa babel que
no comprendería, y está también Quevedo, el perfil grotesco de ese magma
verbal; está la exaltación de Saint-John Perse y el más prolijo decir de los
manuales de Química, los jirones de los Contemporáneos
y un asombroso saber filológico.
La
riqueza, inabarcable para cualquiera que no sea el autor, del léxico, lleva a
que los términos se hagan autónomos,
signifiquen por y para ellos mismos tanto como significan para el sentido
global del texto; a que los vocablos científicos más precisos resulten
salpicados de connotaciones sorprendentes, de fértiles lecturas suplementarias.
El lector encuentra obstruida la linealidad del habla, se le convierte en un
collage grumoso, dominado por la ironía; y a la ironía inducida por el autor se
suma la generada por los grumos léxicos mismos, de modo que todos los registros
quedan condicionados, deformados: si apareciera de pronto una expresión de
lirismo cristalino –como de hecho ocurre– sería difícil apreciarla así, impedir
que desembocara en ese discurso desdoblado, sin suelo fijo, de la ironía.
Tópicos, páginas heroicas, núcleos sacralizados quedan suspendidos: invocados,
reescritos, parodiados, destruidos… todo ello a la vez. El collage, firmemente mantenido
bajo el control del autor, sumerge y recupera su hilo, jugoso en cada palabra,
desmentido en cada frase.
Dominantes,
el cultismo y el léxico más degradado convocan la inagotable variedad del mundo
como algo que infinitos sentidos atraviesan, pero que carece de sentido válido
para el conjunto. Es la sensación de aquella enciclopedia china evocada por
Borges. El saber enciclopédico de Deniz se ha convertido en una estrategia
imbatible: caballo de Troya del mundo de la cultura y del sentido. Una implosión
en el alma, con sus propias armas químicas.
“Olor a
masa ácida”, no hay refugio. Perturbar, incomodar es el designio de esta
escritura, no permitir ninguna complacencia; trabajar contra las expectativas
del lector, no facilitarle que se deslice en otras nuevas. Hallar en el seno de
la lengua un texto que sea exterior a sus lógicas; en el seno del mundo, un
mundo que no se le parezca, que no se decante en figura.
Teoría sentimental se titula
uno de los libros de la poeta argentina Mirta Rosenberg (1951) y la
contradicción que anida, aparentemente, en esa fórmula apunta a la dinámica de
su escritura. Las metáforas tradicionales del sentimiento occidental se ven
sometidas a parodia y, a la vez, interrogadas en su raíz: “Babeando en la
parrilla, es decir sobre ascuas y esperando / que este fuego no queme ni
cocine: no puede ser”, y también: “La duración del carbón está / en arder
cuando lo encienden, / no en su eternidad”. Se trata de desmontar en un solo
impulso los tópicos del sentido común, los tópicos de la poesía y los tópicos
de lo amoroso, permitiendo además que la metáfora –el fuego y sus acciones–
siga funcionando de otro modo. Denuncia y precaución, conciencia de que toda
palabra tiende a generar nuevas idealizaciones, los quiebros, los gestos
reiterativos, los aparentes juegos verbales conceptuosos, no son sino
operaciones tácticas, vías de deriva que se le taponan al sentido y al poder
absorbente de los códigos. En Mirta Rosenberg cada decisión, cada acción surge
con una conciencia de imposibilidad más allá del tiempo limitado de su arder, del trazado del poema.
Es
la suya una poesía meditativa, dirigida a abrir espacios de reflexión y de
conocimiento, pero que no recorre los lugares que ha frecuentado el género
meditativo; su voz es reflexiva en la medida en que se dirige a las palabras, las
solicita, habla con ellas. No hay descanso en el poema para una inteligencia
extremadamente activa, que parece tener su mejor sede en el oído, en los leves
matices del sonido y la gramática. Ritmos rotos, encabalgamientos abruptos,
prosaísmo, minucioso, aunque muy libre trabajo estructural, luminoso tejido de
rimas internas, de aliteraciones y recurrencias: un cuerpo de voz peculiar,
seco y también capaz de quedarse resonando mucho tiempo, de cabeza lúcida y
textura no frontal, sugerente. El vínculo con el lector se establece así: una
relación silenciosa, concentrada, con los sentidos y la inteligencia en juego.
La pasión,
el sentimiento –el sentimiento amoroso– es el motivo dominante en los poemas,
el motivo a la manera del pintor, el
objeto ante el que se está, al que se vuelve. Pero esta insistente reflexión
sólo produce vías para estar fuera, para negar el objeto de uno u otro modo: o
remite a un exterior vital al que no puede alcanzar el texto –“el arte sería
tocarte”– o encuentra que los sentimientos son inseparables del discurso, no
existen si no es en él. De ese modo, se reclaman de la vida y son de la lengua.
Por esto,
no sólo huelgan los tópicos, vacantes por el no reconocimiento de esta lógica
elemental, sino que el poema forzosamente se desdobla: palabra que se mira a sí
misma, se encierra en sí misma: “todo poema es de amor, / toda guerra es
interior, toda palabra / está presa”. Es un monólogo y es un diálogo: la voz se
habla, haciéndose preguntas, dándose respuestas, el hilo verbal no se detiene,
las palabras se enlazan solas; y, a la vez –reflexión–, el sujeto se mira
hablar, se oye, se piensa hablar. En esto consiste la distancia fundadora del
poema: una pasión que se mira desde una razón que se mira. El racionalismo es
ajeno a esta serie sin límite de desdoblamientos, a esta interiorización de las
palabras. Parece que hubiera unos ojos que siempre observan, que añaden la
perspectiva suplementaria que hace falta; que hubiera un desajuste en la cadena
de actos, miradas y habla –“como una película que se está proyectando con una
cámara demasiado / rápida para el dolor, más lento”–, en cuyos intersticios se
introduciría la cuña de ese conocimiento que se consume, que sólo dura mientras
arde.
Junto a la
distancia, el desajuste hace presentes otros rasgos que se suman en el
pensamiento crítico: la precariedad –“la realidad / es siempre poca”–, el
movimiento decepcionado pero incesante: “lo único / posible de las cosas es
nombrarlas / en un rodeo sin fin mientras se mueven / de lugar”. La poética y
la ética, la identidad personal y la organización del mundo van en ese mismo
viaje.
En la
escritura del español Carlos Piera (1942) el movimiento es también motivo, núcleo del análisis de la
realidad: “cómo entender / esta naturaleza de mi especie, el saber hacer casas
y entonces / no tener casa nunca”. Nomadismo, desarraigo, exilio, emigración,
errancia… no son acontecimientos episódicos ni dependen de personajes
específicos, sino que acaban siendo constituyentes de la vida humana –de la
vida humana viva.
Piera
tiene la capacidad de reunir en un solo gesto la reflexión de índole
generalizadora –sobre la especie, lo humano, ésta o la otra sociedad– con la
reflexión existencial, la que encarna en el ser individual de cada persona;
aporta, así, una peculiar forma de subjetividad, a la vez intransferible y
extrañamente compartida, que no necesita de un yo que funcione como núcleo, pero tampoco acepta confundirse con
cualquier voz, disolverse en mirada común. En este sentido, es clave el lugar
que ocupa la historia en su pensamiento, nada frecuente entre los poetas, nada
semejante a una preocupación cultural:
un tejido con esas dimensiones dobles de la especie y el individuo, de las
colectividades y la intimidad; así, por ejemplo, el derrocamiento de la II
República española, la asfixiante dictadura franquista, la ambigua transición se
hacen indistintas de las vicisitudes del movimiento existencial y de la
errancia, de un desplazarse del sujeto siempre fuera de sí: formas temporales
de un modo de ser.
Del mismo
modo que las dimensiones de la mirada, las hablas también se funden en el
poema: la complejidad de una sintaxis con vibración de razonamiento y la flexibilidad
de la palabra que impone su sencillez. Son palabras imprescindibles, un
lenguaje-sentido transparente cuyas caras parecen un solo cristal; ahí caben
todas las formas de enunciación, la presencia o la ausencia de un yo, de hechos y personajes, caben la
precisión y la ambigüedad, la vaguedad vuelta exacta sensación (lecciones del
viejo Verlaine, las de la vaguedad precisa).
En este
curso, por tanto, las apariciones del yo
nunca suponen un cambio de tono, son sólo cortes cualesquiera del movimiento,
que se hacen perceptibles, pero rehúsan tener relieve. La perífrasis y la
metonimia sirven como fórmulas eficaces de la reticencia, de la reserva,
fórmulas suaves, no marcadas, de la distancia. Reticencia y reserva no son
fenómenos psicológicos, sino éticos, una propuesta de pensamiento: no una falta
de emoción o calor, sino un eficaz criterio óptico, una mayor potencia de
lente, modo de conocer. El sentimiento está considerado desde fuera, perfilado
en una voz objetiva; pero no por ello deja de estar presente: a la inversa,
liberado de lo personal, sus opciones se hacen más cortantes, hieren más.
Contemplado el sentimiento como un suceso exterior, la reticencia y la ironía
introducen una incertidumbre que tiende a la desolación. Esta clase de lucidez
desesperada vendría a constituir hoy la médula de lo poético: “Es poeta quien
no perdona”.
Nada se
cierra, sin embargo: todo va a seguir moviéndose se tome como se tome. Lo
implacable de la lucidez puede coexistir, sin inhibirse ni conceder tregua, con
otras formas de apurar la vida, con otra cara del mismo dado que no cesa de
rodar; así, al ermitaño –personaje de una “galería de gente que está sola”–,
después de años arrasados por una aridez para la que no se puede adquirir
costumbre, se le llenan los ojos de mundo, de mundo vario, vivo, ancho y ajeno:
“De repente / sabes mirar la bruma del sol de la mañana / y el campo de verdad,
explicaciones / de una espera vuelta hacia atrás. // De cada hoja, de repente
hermosa, / cuelga hace tiempo desesperación”.
De la
percepción de este tipo de discontinuidad, inserta en cada célula de vida, está
hecha la escritura de la poeta española Lola Velasco (1961), escucha atenta del
flujo del existir: “en silencio, / frases reservadas, / sólo granos de
almidón”: el almidón es fécula que guarda las semillas de los cereales y las
nutre: frases-granos, alimento (medio vital) de lo que nacerá, es la poesía.
Son frases silenciosas, “reservadas”, no pertenecen a la voz, sino que se
mantienen sin traspasar los límites interiores de la intimidad, como si fueran
el contacto directo o –en otro extremo– la telepatía los medios de comunicación
con el lector.
No hay
género poético reconocible en los poemas de Lola Velasco, no hay temas, no
ofrecen espacio para nada exterior. Son ellos su propio espacio, un espacio en el
que se pueden percibir las contradicciones sin que quede vedado acoger de
manera simultánea sus polos opuestos. Así, se lee sin solución de continuidad:
“El tiempo, / con sus dedos para contar errores / en nombre de un dios que todo
lo quita / hasta quitarse a sí mismo”, dando cuenta de una dinámica que lleva
la privación al absoluto, que continúa: “Ahora, el paraíso perdido al fondo de
una página, / el color con ojos recientes / para girar alrededor del mundo”,
con imágenes radiantemente naïves: el
acontecimiento es maravilloso, pero nada cambia en el ser de la vida.
Hay muchas
capas superpuestas en ese ser, que no afloran, que hay que explorar, ante las
cuales la atención ha de mantenerse a la espera: “La oreja en el hielo, / por
si oyéramos pasar el agua dulce”. La vida dulce –rumor, sabor, atmósfera, gesto
implícitos en la imagen– quizá fluya metros por debajo, corporal. Por esto he
hablado de discontinuidades, también –sobre todo– en la escritura: eficacia de
cada frase por separado, áspero coexistir en el poema de todas ellas,
enigmáticas junturas, pequeño vacío entre un punto y otro, entre una existencia
y otra. La distancia ya no es, así, una cuestión de perspectiva, un punto de
vista de la escritura con sus componentes técnicos, sino que supone escisión interior,
forma de experimentarse, raíz de la intimidad, irreparable desencuentro de sí:
“Guardamos el instante perfecto, / pero jamás sabremos si fuimos felices. / La
felicidad / es un viejo avaro / que nunca encuentra / lo que escondió”.
Lola
Velasco titula su último libro El
movimiento de las flores, un tropismo, quizá como un modelo en que
movimiento y discontinuidad podrían disociarse. El movimiento de los animales
es siempre un conflicto confundido con el del tiempo: “Hacia delante / ya se
vislumbra / el esqueleto fosilizado / del futuro. / Cuando avanzo, /
retrocedo”; en cambio, las flores se mueven en otra dimensión temporal: crecen,
giran sus hojas al sol. La poeta propone para la escritura que la lengua mueva
las palabras como el viento mueve las hojas, con un temblor físico de la
materia verbal, en que –por muy agudas que sean las emociones– no cabría decir yo: “el miedo / que grita en tercera
persona”.
De algún
modo, los acercamientos de estos poetas –no sé si los de toda la mejor poesía
contemporánea– quizá sean simplemente tentativas de responder a la pregunta que
dejó haciendo eco Rimbaud, y cuyas dimensiones ni siquiera hemos acabado de
valorar, acerca de en qué pueda consistir la poesía objetiva.
Como no sabemos
gran cosa de la respuesta, me atrevería a decir, al menos, que la pregunta se
relaciona con el movimiento, con el cruce entre la forma y el movimiento, con
la convicción de que la forma ha dejado de ser lo cerrado y se ha convertido en
la misma búsqueda. Pero la pregunta rimbaudiana tiene que ver también –la
contradicción es su médula– con lo que pesa, con la consistencia de la materia.
Lo que se espesa y opone resistencia. Hay un breve poema del mexicano Luis
Felipe Fabre que encuentra una imagen exacta para este otro modo de decirse la
poesía (o el vivir)[6]:
De la introversión
Piedras
ensimismadas como piedras:
eso
dicen los que dicen
haberlas
visto. Y los que vieron
a
Jesús caminar sobre el agua dicen que Jesús
caminó
sobre el agua. Pero
qué
certeras son las piedras al hundirse.
En un
libro memorable, Peter Handke llamó el
peso del mundo a esta otra forma de la pregunta.
[1] José
Kozer, en: “La poesía en nuestros días 3. Resultados de una encuesta”. El poeta y su trabajo, nº 13, México,
otoño 2003, p. 77.
[2]
Adolfo Castañón, respuestas a la encuesta citada: El poeta y su trabajo, 14, México, invierno 2003, p. 89.
[3]
Citado en: Antonio Espejo, “Ramón María del Valle-Inclán, héroe de crónica en
el Perú”, www.elpasajero.com, 2001.
Cf. Miguel Casado, Ramón del Valle-Inclán.
Barcelona, Omega, 2005, pp. 333-344.
[4]
Ernestro Lumbreras y Hernán Bravo Varela, El
manantial latente. Muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986-2002. México,
Conaculta, 2002, p. 14.
[5] Cf.
Pedro Provencio, “La torre de marfil”. La
alegría de los naufragios, 1 y 2, Madrid, 1999.
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