Diego L. García / El lector-patronal o un pasaje por lxs otrxs






¿Qué experiencias median entre el texto y su consumo como obra? Desde cierta línea mercantilista se piensa en una mediación mecánica. ¿Cuánto cuesta atravesar la lectura del objeto como tal? Hay un consumidor de literatura (seudo lector) que en su república mental pretende exigir sobre las experiencias del otrx. Por suerte no todas las movidas culturales se valen de esa lógica, por suerte hay interferencias transversales.
La discusión por los derechos de autor y los textos digitales ha puesto a confrontar posturas que implican particulares percepciones de esa figura que llamamos “lector/a”. Más allá de la repetición de argumentos perimidos y de las posiciones violentas subyace en este debate un vacío en la definición del circuito del texto y del libro en la actualidad. Bien lo ha aclarado el escritor y editor Eric Schierloh (1), el formato digital pone a circular textos y no libros. El libro es físico, indefectiblemente, es textura, diseño en papel y tinta, detalles materiales y manuales; elementos que enmarcan al texto e interactúan con él. No se trata de un mero agregado estético que el archivo no tiene, sino de un significante más en la percepción del discurso. La ilusión de que un archivo DOC, PDF, EPUB, etc. es un libro se emparenta con la ilusión del poseer. Quien posee lo hace por derecho. Quien posee exige y existe por sobre el objeto/concepto poseído. Y la ley que configura esas intervenciones como sociales (2) es ni más ni menos que la ley del mercado. No se trata de un verdadero acto de compartir, sino de generar posesiones y de transferirlas cuando se considera cierta autoridad excepcional en unx mismx. Autoridad sobre el material de otrx, don de quien ha accedido a la casta de lxs lectorxs (buenxs, educadxs, formadxs: el intelectual instagramer). El texto literario puede de este modo difundirse sin costo de materialidad (para quien difunde) pero la lectura es en lo profundo otra cosa. No pongo en cuestión la ética de esos intercambios. No es mi plano de interés el juzgar conductas (las ironías anteriores nos alcanzan a todxs). Lo que intento discriminar es la concepción de la lectura, y así de la literatura, que se está poniendo en juego.
Desde la mesa de trabajo del escritor/a hasta la mesa de trabajo del lector/a, en el medio, lo que hay es ¿una librería? ¿Una red social? ¿Una biblioteca? Postularemos otra cosa: en el medio hay experiencias. La experiencia que mueve a alguien a gastar dinero por un libro, la que mueve a alguien a leer clandestinamente en su jornada de trabajo, la que lleva a alguien a aburrirse con un libro, la que lleva a odiar ese libro o todos los libros, la que lleva a comprar/descargar libros/textos que no serán leídos… todas, experiencias que diferirán según cada subjetividad. Es entonces un pasaje por los otros el camino hacia el texto. No hay procesos que confluyan en el acceso a la lectura que se transiten en soledad. El maestro, el amigo, el pasajero de al lado, la editorial son puentes donde lo social no es solo red. Por ende, el valor de la lectura no es el valor comercial del libro o archivo textual ni su posesión es un derecho de cliente. ¿Y quién puede mensurar esos vínculos? No creo que sirva intentarlo, sino actuar sobre los vínculos que no son nuestros con la mayor empatía posible. Vuelvo a rozar la ética y entonces debo hacer esta salvedad: no para ser más buenxs, sino para que la lectura siga siendo un acto de plena libertad.
La experiencia que constituye un catálogo, la experiencia que constituye el deseo propio (nada menor), la experiencia de oler las páginas y de marcarlas, la experiencia del gasto porque sí, la experiencia del reconocimiento de ese gasto (tantos proyectos quijotescos que hacen a la/s literatura/s), la experiencia de eliminar con un clic, la experiencia de decirle a otrx qué leer y cómo leer aunque en esencia nada de eso tenga que ver con leer (3). Todas válidas por reales, ya sean sumativas o estériles. Así, entre las últimas se encuentra la experiencia del lector-patronal, consumidor de arte y habitué del bienpensar, que paga los impuestos del Ser-Cultural posmoderno (y pronto: postpandémico) y por ello puede –tiene el derecho- exigir, reclamar, portar conceptos de coerción AK-47, esperar que su satisfacción sea garantizada. El ser humano no cambiará después de esta pandemia, no hay chance alguna. Pero podríamos al menos pensar qué modalidades privilegiar para resguardar la escritura y la lectura del sintetizador de bienes que avanza sin descanso, para sostenerlas como actos de rebeldía, como actividades productivas (y no reproductoras (4)) que gesten disidencias amables y creativas.





(2) Legitimadas por la conducta hegemónica.
(3) Una de las premisas de la lectura es el derecho al desconocimiento.
(4)  Otro temita. La reproducción es hoy sinónimo de contención de subjetividad y felicidad de autoayuda en tanto infecta una verdad salvífica al otrx, homologándolo. Elimina diferencia. Es decir, elimina productividad. Nada más contrario a leer.






Comentarios